Éste es mi momento. Vamos, salgamos a la luz.

sábado, 23 de julio de 2011

Fantasía y realidad.

¿Será posible que inconcientemente te siga esperando? ¿Que me pierda constantemente en mis fantasías? ¿Y que salga adelante a pesar de todo? ¿Será posible?



Ayer salí de mi casa y me senté en el cordón de la vereda de enfrente a esperarte. Vos no lo sabías, claro, pero tenía la vaga esperanza, aunque no lo quería aceptar, de que aparecerías doblando la esquina, haciendo girar las llaves entre tus dedos y con la campera negra con rayas grises desabrochada, ondeando por la velocidad de tu caminata.
Nadie se enteró de que estaba esperándote.
Imaginé incluso tu cara al verme allí sentada, primero de sorpresa y luego inexpresiva, un saludo vago al pasar por mi lado, y luego me darías la espalda para abrir el portón. Entrarías apresurado, buscarías tu bicicleta y al salir me preguntarías:
-¿Qué hacés acá?
-Nada –diría yo –estaba hablando por teléfono con Pau, y cuando corté me quedé pensando. Además acá hay solcito –y te señalaría el débil rayo de sol que caía sobre mi espalda.
Imaginé tu expresión de extrañeza disfrazada de indiferencia. Tomarías tu bicicleta y amagarías a irte. Pero antes, te preguntaría una cosa:
-Qué feo es ver cómo todo se ha ido al carajo, ¿no?
Pero hasta ahí llega mi imaginación. Prefiero pensar que habrías dicho “claro” y te habrías ido antes de darme tiempo a nada más. Eso es más sencillo que ponerme a pensar tu verdadera reacción.
Te conozco lo suficiente como para saber que esa frase te habría dejado sin palabras. Es decir, mil cosas hubieran pasado por tu cabeza, pero no sé con exactitud cuál de ellas me hubieras contestado. Quizás te enojarías. Quizás directamente no reaccionarías ante ello, te hubieras ido sin contestarme, o quizás también hubieras decidido quedarte a hablar conmigo. Aunque realmente, no lo creo.
Pero ¿para qué seguir indagando sobre ello? ¡Esa escena nunca existió! Por más que me quedé allí sentada más de media hora, ni un recuerdo de tu existencia apareció por la vereda. Nada. Ni un soplo. Ni un familiar, ni siquiera algún otro usuario del famoso garaje de enfrente. En ese lugar ya no había ni una milésima parte de vos, excepto mis recuerdos.
Pero por más que te esperé y no apareciste, por más que imaginé una escena en la que sí aparecías y por más que la desilusión me llenó al verme obligada a irme de allí sin haberte visto, pienso que es mejor así. Es mejor no verte, ni hablarte, ni acercarme a vos. Es mucho mejor olvidarte.
Ahora que aprendí en cierta medida a no tenerte, que aprendí a dejar de pensar en vos y a parar de hablarle de lo que me pasa a todo el mundo, me siento más feliz. Ahora que los recuerdos no entran en mi mente hasta que me voy a dormir, que cambié de rutas, que renové el Chi, que me ocupo de mi cuerpo y de mi mente de manera más sana, ahora que me llené de amigas, de abrazos y de energía positiva, soy feliz.
Aprendí que sin vos puedo ser feliz. Puedo sacarte de mi mente la mayoría del tiempo, aunque sigas en mi corazón. Puedo olvidar que te amo, olvidar que te extraño y ocuparme más de mí, que es lo que vale.
Y sobre todo, sé que puedo encontrar a alguien que discretamente te eche a patadas de mi corazón, limpie los escombros, arregle los estragos que ocasionaste, y, cómodamente, ocupe tu lugar.

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